Después, explota. Un volcán. ¿Dónde queda la sumisión, la pasividad? Guardadas en un cajón, nunca han existido. Porque esa chica que va saltando por los pasillos, cantando como si no tuviera vergüenza y gritando tu nombre a voz de cuello no se parece en nada a la primera. Energías inagotables, llegan a desesperar. La sonrisa permanente, la risa escandalosa, el cascabel que no deja de sonar y la canción que no para de cantar. Pucheritos infantiles, ojos brillantes.
Y más tarde. Mejor no tocarla, mejor no acercarse. Quema, arde. Sin piedad. Violencia en la mirada donde antes sólo había alegría. Ironía en su estado puro, lengua afilada que corta y una sonrisa ladeada, sombría. Pupilas oscuras que dejan entrever el asco que parece sentir por todo lo que le rodea. Ya no suenan canciones y el cascabel parece que ha enmudecido.
Y, en apenas nada, vuelve otra vez a sacar esa enorme sonrisa, a disculparse tímidamente con una mirada y a abrazar buscando un atisbo de perdón. Y quienes la conocen lo aceptan y la abrazan, quienes la están conociendo aún no salen de su asombro, y quienes no la conocen dudan sobre si esta chica está bien de la cabeza.
Yo contesto que no, que no lo estoy. Pero me encojo de hombros y sigo, porque soy así y punto. No me sirve tener un carácter. Si preguntases, cada persona daría una definición de mí completamente diferente. Y salto de un extremo al otro en cuestión de milésimas de segundo, me arrepiento y vuelvo a cambiar. Y lo mismo que me dejó hundida en la miseria hace tres minutos, ahora se guarda en el cajón del olvido porque no importa.
Y por si las dudas, sí, es agotador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario