miércoles, 20 de junio de 2012

Seis segundos

Hace algún tiempo, leí, en algún sitio, que para que un abrazo tenga un impacto químico en el cerebro, tiene que durar, al menos, seis segundos. 

Ha sido un día extraño, no lo niego. Emocionalmente, me he sentido extraña. Hay sentimientos que vienen y van, personas que no sé si valen la pena siquiera molestarse por ellas, seguir herida. Le he dado vueltas durante toda una tarde, he hablado con alguien y he acabado más liada todavía, sin saber exactamente qué me preocupa y qué no. Qué es lo que me da miedo y qué es lo que me pone furiosa, qué es lo que odio de esas personas (o de esa persona en concreto) y qué es lo que me impide mandarla a la mierda de una patada. Y pensé, pensé más de la cuenta, y me asusté; por su actitud, quizá por la mía. Y amparada en la oscuridad de la noche y en la seguridad de mis sábanas, hice lo que procedía. 

De nuevo, tomé la carta entre mis manos. Y antes de ni siquiera abrirla, noté cómo un temblor se apoderaba de mí, y el conocido escalofrío que todas las noches recorría mi espalda volvía a hacer su camino habitual hasta la yema de mis dedos, mientras sacaba las hojas de papel de su sobre. La emoción me embargó, mis pupilas se empañaron. Ciento cincuenta y tantos días... 

Amanecí igual que siempre. Recogí la casa, mientras lo hacía daba vueltas a la maraña de sentimientos que aún no terminaba de ordenar. Y varios fragmentos de recuerdos se iban interponiendo ante mis ojos, como una película, haciéndome sonreír. 

Dicen que para que un abrazo tenga un impacto químico en el cerebro tiene que durar al menos seis segundos. Yo noté ese impacto desde el primer roce, y fue acentuándose cada vez más ante el contacto prolongado. No, no necesité seis segundos. Te necesité a ti. 

Ahora, lo entiendo, lo sé, lo comprendo: ahora lo siento así. El por qué mi actitud cambia con esa persona, es porque en mi interior sé que, por muy bien que me caiga, hay algo en él que no me gusta; aunque me esmero en creer esa falacia de que toda persona tiene algo bueno en su interior y puedo sacarlo si me esfuerzo. Pero, ¿sabes un secreto? No quiero esforzarme, no esta vez. Quiero rendirme con él y con los que son como él. Y el motivo es muy sencillo: tú. Me esforzaba continuamente por intentar sacar lo mejor de esa clase de personas, por un absurdo sentimiento ególatra de querer sentirme especial, apreciada y querida. Sí, lo confieso, necesito eso; en cierta medida, todos lo necesitamos. Lo genial de todo esto, es que, gracias a ese abrazo (una noche del dos de enero que jamás olvidaré), que fue el detonante de todo lo que nos ha ocurrido hasta ahora, es que ya no necesito recurrir a ser esa especie de "alma caritativa" que intenta comprender a todo el mundo para sentirse querida por los demás. Ya no necesito "intentar salvar" a todo personaje que me contempla con ojitos desvalidos desde su penumbra en busca de ayuda, cuando no son capaces de hacer nada por ellos mismos, para sentirme bien conmigo misma (y, por qué no decirlo, para sentirme superior, importante, querida, necesitada). 

Pero... gracias a ti, todo ha cambiado. Gracias a ti, esa necesidad ha desaparecido. Tú has conseguido que sea un poco mejor persona, un poco menos ególatra, un poco menos narcisista. Tú has conseguido que sea un poco más yo, esa yo que se había perdido ligeramente con el pasar de los años, con el agradar a los demás, con el evitar sentirse pequeña. Tú me haces grande. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario