martes, 10 de abril de 2012

Migrañas

La luz que hace daño, el ínfimo sonido que se clava y te hiere, y parece que tienes mil agujas en el cerebro; además de esa enorme mano que te oprime a ambos lados, en las sienes, que apenas te deja entornar la vista para atender malamente a lo que sea que tengas enfrente. Y maldiciendo las continuas migrañas, te olvidas de todo un poco, de tumbas a oscuras en un cuarto insonorizado (o todo lo insonorizado que esas paredes de papel te permitan), y cierras los ojos, concentrándote una vez más en cuánto te duele, y en lo frío que está el hielo que tienes sobre la cabeza, y en lo que te alivia esa sensación.

Es justo entonces, en ese momento, en el que no eres tú, y en el que tampoco has dejado de serlo, en el que tu mente comienza a vagar. Se desconecta sin desconectarse del todo, y comienza a perderse por lugares que no debería perderse, y comienza a atar cabos que no debería atar. Y lo que estaba asentado en tu vida comienza a ponerlo patas arriba, y cosas que creías que no podían estar más desordenadas alcanzan un nuevo nivel de caos. Ése es un momento peligroso, se los aseguro. Todas las cosas que algunas vez han podido herirte o hacerte algún tipo de mal pueden salir a la superficie. 

Inesperadamente, eso me ha ocurrido a mí. Y mi subconsciente me ha jugado una mala pasada, y me ha llevado a donde no tenía que llevarme; o quizá, de donde nunca tenía que haberme alejado. Y, de todas las cosas que ha traído y que se ha llevado, que ha quebrado y que ha desordenado, hay una que ronda más que ninguna otra.  Un nombre, recuerdos tras las paredes de una habitación teñida de celeste, risas perdidas en la calle, una niñez, una infancia, toda una vida, tras los ojos de una sola persona. Una persona que ya no cuenta entre los nombres que habitualmente pronuncio. 

Me pregunto... 

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